Ahí, en el partido bonaerense de Adolfo Alsina, hay un lugar que fue pionero en el turismo salud durante la primera mitad del siglo XX. Se trata de Villa Epecuén, donde la gran afluencia de bañistas, dispuestos a sanar sus dolencias, dio impulso por

aquellos tiempos a oficios específicos de este segmento: los embarradores y los masajistas.

El 23 de enero pasado se cumplió un siglo desde la habilitación del primer balneario en el lago Epecuén, cuya nivel de salinidad es comparable al del Mar Muerto. Según Gastón Partarrieu, autor del libro Epecuén, historias de sus años dorados (1921.1956), "la gente venía convencida de que se iba a curar. Muchas personas llegaban aquí porque sus padres ya lo habían visitado”.

Este destino termal se inició a partir de un espigón de madera y con la llegada del ferrocarril se generó una importante afluencia de visitantes. Este movimiento impulsó el crecimiento del sector hotelero de Carhué, ubicado a 20 kilómetros del lago. Desde los establecimientos, salían taxis y colectivos que transportaban a los turistas hasta Epecuén, los dejaban allí y luego pasaban a buscarlos para regresar a los hoteles.

Durante las décadas del '20 y del '30 llegaron muchas inversiones europeas a este destino del oeste bonaerense. Tanto, que entre 1927 y 1928 se construyó el complejo hidrotermal con capacidad para 600 baños, convirtiéndose en el más importante de América Latina. En esta etapa incipiente y pujante, donde las estadías duraban un mes, surgieron oficios propios de esta villa turística.

Los embarradores conocían en qué sector del lago se hallaban vetas de fango milenario con gran cantidad de minerales. Lo filtraban y mejoraban a través de un minucioso proceso de limpieza. En cambio, quienes decidían utilizar el barro de la costa, enseguida se encontraban con las plumas de los flamencos que complicaban la aplicación. Actualmente, esas mismas técnicas son las que se brindan para el tratamiento del barro que se comercializa en Carhué.

UN ESPECIALISTA EN BIENESTAR

Alfredo “Maravilla” Rodrigo, con su altura de 1,95 metros y sus manos de gigante, hizo milagros en aquellos visitantes que llegaban con dolores musculares insoportables. Complementaba su trabajo como embarrador con la profesión de kinesiólogo. Había nacido en Buenos Aires en 1915, a los cinco años se mudó con su familia a Epecuén y a los ocho comenzó a trabajar con Otto, un masajista alemán.

Poco tiempo después ya se ocupaba de los pacientes mientras su maestro lo supervisaba. Su pasión lo llevó a estudiar kinesiología en La Plata y en 1952 obtuvo el título. Por entonces, montó un consultorio con solárium y una sala con aparatología para tratar dolores articulares, óseos, cervicales y de columna, entre otros. Llegó a atender 150 personas en una jornada y trabajaba 16 horas por día.

Con la inundación de 1985, su consultorio quedó bajo el agua y erigió otro espacio en la ciudad de Carhué.